Entre mármol y seda

Existió una vez un vestido rojo de seda, de esos vestidos delicados y hermosos que esperan pacientemente dentro de las tiendas más exclusivas de Londres.

Pasaba las horas jugueteando, colgado junto a sus amigas. De vez en cuando, excelentes señoritas entraban en la tienda y se llevaban a alguna de sus compañeras, quienes a veces volvían y a veces no. Es preciso comentar que por lo general no regresaban.

Lánguidos transcurrían los días, hasta que el vestido rojo ya no seguía la cuenta de ellos.

Debió haber sido un sábado, porque ese ruido de los tacones delicados flotando sobre el piso de mármol no se escuchaba todos los días. Fue en ese momento; mientras perdía la esperanza de ser vendido a un precio regular y comenzaba a tener funestos pensamientos sobre la clase de descuento que pondrían en él, fue elegido. Lo llevaron a un probador, un sitio del que sólo había escuchado rumores y; para su admiración, era más precioso de lo que se imaginaba.

Finalmente se cerró la puerta. Eliza había entrado tímidamente, mirando al vestido como si el material fuera la misma esencia de los dioses y hubiese sido creado por el artesano más antiguo de esta tierra.

Lentamente se quitó la blusa, botón por botón. Deslizó la falda por sus piernas y colocó sus prendas de manera delicada sobre la silla sin quitar la vista del vestido rojo, sonriendo ligera, con cierto coqueteo que el vestido no había conocido antes. Eliza se puso el vestido muy despacio, disfrutando cada segundo. Al vestido le gustó eso, era como si ella apreciara el simple hecho de que él estuviera ahí, como si entendiera que el vestido tenía que abrazar su cuerpo ligeramente, sin forzarlo, sin apurarlo. Estaba fascinada por las sensaciones que la tela le provocaba cuando rozaba contra su piel. Le daba una especie de cosquilleo juguetón que la hacía sentir hermosa.

Después cerró la cremallera con más de una chispa de ilusión en sus ojos.

El vestido no era perfecto en ella. Estaba hecho para una mujer con mucho menos busto y mucho más caudal. Pero se miró largos minutos en el espejo, y no sólo a ella, sino que también observó al vestido. Lo tocó con sus pequeñas manos detenidamente y dedicó tanto tiempo a mirarlo desde cada ángulo que el vestido pensó que quizá aquel sueño ya no sería una fantasía lejana, sino la realidad. Quizá. Sin embargo, aunque ese tono de rojo lucía muy bien contra su blanca piel, aunque el vestido era precioso y el corte era perfecto para la ocasión, tuvo que regresarlo al gancho y salir del probador.

Eliza se fue muy triste y él volvió afligido a su antigua vida.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que alguien más lo tomara. En esta ocasión fue Cristhy, quien lo tomó y lo llevó al probador sin preámbulos. Ella se quitó la blusa negra con absolutamente ninguna gracia para dejarla caer en el suelo. Y así, sin retirar su pantalón, se puso encima el vestido.

Se veía dotado de hermosura en ella, el tono bronceado de su piel y sus proporciones perfectas eran excelentes. El vestido rojo pudo percatarse de esto casi de reojo, pues en menos de 10 segundos Cristhy tomó la decisión y se lo llevó a la caja, donde lo envolvieron y lo depositaron dentro de una de esas bolsas Londinenses, para no volver jamás a la tienda de su soledad .

Pero el vestido rojo lo supo.

Era perfecto para Cristhy, pero había disfrutado mucho más esos 5 minutos que vivió sobre la piel de Eliza, quien supo apreciar la textura de su tela y la hermosura de su corte, quien lo deseó tanto pero que comprendió que simplemente no era para ella.

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